Fue entonces cuando, dentro de esa burbuja de tranquilidad
y en soledad, recordé cada paso que di para llegar a aquel lugar que tan
familiar me resultaba. Llevaba recorriendo la inmensa península a pie lo que
para mí había sido una eternidad.
Comencé mi camino en Sevilla, alegre y dulce tierra mía, y
a pesar del poco tiempo que había estado de viaje, no conocí a gente tan
interesante en toda mi vida.
Cuando andaba bajo el ardiente y suntuoso sol, allá por
agosto, en la bonita ciudad de Murcia, tuve la gran oportunidad de conocer a
una maravillosa familia, liderada por una afable anciana de pelo cano y mirada
melancólica. La pobre mujer, sentada en su antiquísima butaca, en el porche de
la casa que daba al inmenso y verde prado, siempre mirando al vacío, pensando
en Dios sabe qué. Fue una vez la que pensé que no me oiría si jugaba un poco
con la divertida mascota de su nieta, un bonito perro de pelaje suave y marrón.
Me dispuse a lanzarle un trozo de madera reseca y no noté como se acercaba,
sigilosa. Casi muero del susto allí mismo, pero una vez tranquilo, me cogió de
la mano y creí ver la sombra de una sonrisa en su arrugado rostro. Dio un par
de palmadas en el escalón de la entrada y me senté junto a ella. No dijo nada
pero noté que lo último que quería era estar sola, por lo que me quedé con ella
hasta que oscureció. Empezó a refrescar y le coloqué una manta de lana vieja
sobre los hombros.
-
Sería mejor si entrásemos en la casa, señora.- Le dije
haciendo ademán de levantarme.
-
Dice la gente de por aquí que todas las estrellas son
personas a las que la vida ya les ha abandonado, y se sitúan cerca de los que
fueron sus seres queridos para observarlos siempre que pueden. Como todo el
mundo, deben descansar, pero ellas lo hacen por el día, al contrario de los que
estamos vivos aún.
Me quedé pensativo esperando a que continuase, pero no
parecía que fuese a hacerlo.
- ¿Conoce a alguna de las estrellas? – Le pregunté a la
anciana observando todas ellas. Parecía como si de un momento a otro, su
incesable luz se fuese a extinguir y dejar en tinieblas al interminable
firmamento, pero pasaba el tiempo y eso no ocurría.
Oí la risa de la mujer.
-
Sí, claro que conozco a alguna, esa es la única razón
por la que estoy despierta hasta tan altas horas de la noche. Es mi única oportunidad
de mantener el contacto con esas personas, ya que por el día se desvanecen y,
por más que las busque, no soy capaz de encontrarlas.
Pensé que era un razonamiento muy acertado y bonito el de
aquella mujer, pero se aferraba a un cariño que ya nunca más tendría, y eso no
hacía más que daño.
Recordando aquel lugar de Murcia, saqué, aún sentado en el
pedrusco, una pequeña libreta enfundada en cuero y empecé a escribir poesía,
como tanto me gustaba. En ese largo periodo de tiempo, ya que pasé allí la noche,
me levanté varias veces en momentos de frustración, ya que perdía la
inspiración fácilmente.
Cogía pequeños puñados de moras de las afiladas zarzas y
las deleitaba rompiendo la fina capa de piel y notando el estallido agridulce
en la lengua.
En un instante de desesperación absoluta, cuando la noche
era muy cerrada ya, me cansé de seguir escribiendo. Me desplomé sobre la
mullida hierba y dejé que las estrellas me cobijaran en aquella calurosa noche
de mayo.
Koype ☼
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